¿Pueden convivir la agricultura familiar campesina y la gran agricultura de exportación?
¿Pueden ambas satisfacer las necesidades de los consumidores y generar una justa retribución para quienes las desarrollen?
¿Cuál es la fórmula?
Es difícil encontrar la respuesta en la particularidad de un solo territorio, pero existen pistas que podrían guiarnos al objetivo, o bien, a incorporar variables a esta ecuación para poder discutir y proponer caminos a seguir.
El denominado sistema agroalimentario italiano ha sido desde su despegue definitivo durante los “años de bienestar” de la post-guerra, un complejo enjambre de relaciones entre pequeños agricultores y grandes cooperativas, entre productores y transformadores, entre el agricultor y el almacenero, entre el proveedor y la gran distribución organizada.
Este sin fin de conexiones comerciales y de agregación de valor, hace que de una u otra manera todos, hasta el más tangencial de los actores se vea envuelto en esta gran red de intercambio. Desde el ganadero de Parma que abastece de leche a su cooperativa para verla después convertida en grandes ejemplares de queso Parmigiano Reggiano de US$1.500 la pieza, hasta el artesano de mermeladas que vende sus frascos en pequeños almacenes de especialidades campesinas.
El importante aumento del ingreso familiar ha permitido que hoy el ciudadano medio haya resuelto gran parte de sus necesidades nutricionales. La canasta familiar está llena y el fantasma de la escasez ha desaparecido, luego de haber pasado por procesos históricos dolorosos que fracturaron en su tiempo y con fuerza a la sociedad en su conjunto. Desencuentros, dictaduras, construcción de un sistema democrático estable, ciclos económicos de alta y de baja.
¿Le parece conocida esta historia?
Así, el principal actor de este sistema es sin duda el consumidor, motor que alimenta permanentemente este engranaje. Desde mi punto de vista, es el consumidor el llamado a generar, a través del proceso de compra de alimentos, los espacios para que todos los eslabones de la cadena participen. Sin un consumidor informado, consciente, exigente y activo no es posible pensar en nuevos productos y servicios alimentarios, en nuevas necesidades que cubrir, en nuevos estantes que llenar.
Un economista agrario francés, en un seminario sobre economía campesina chilena alguna vez dijo: “cada vez que me invitan a Chile y escucho hablar que el desarrollo de la agricultura chilena se basa en la exportación me pregunto, ¿acaso los chilenos no comen?”.
Queda planteada la reflexión.